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Una tarde salí a caminar por una calle desierta tratando de hallar una respuesta cuando todo dentro de mí era confuso. Me dejaba llevar por las calles de tierra de un pueblo de montaña, donde había pasado muchos veranos en mi infancia.
Conocía el recorrido, el camino era largo. A ambos lados, frondosos árboles escoltaban mis pasos… y al fondo el río, ese eterno testigo silencioso del paso de estaciones y años.
Caminaba queriendo encontrarme, sabiendo que habían cosas dentro de mí que no encajaban y no entendía: decisiones por tomar, frustraciones que afrontar, dedos inquisidores que me hacían sentir culpable si hacía o dejaba de hacer tal o cual cosa… me esforzaba por complacer a los demás, más de lo que podía imaginar.
Confiaba en que el propio movimiento del caminar acomodara las cosas por dentro, me sentía perdida una vez más y esa tarde, bajé la guardia…
De repente mis ojos encontraron una pequeña hoja en el suelo, una que antes vestía un árbol y ahora se sumaba a la alfombra de colores ocres, marrones y rojizos que pisaba.
Había visto ya muchas hojas en el camino, pero esta la levanté del suelo sin dudar, intuyendo que había un motivo, aunque lo desconociera.
Era otoño, tiempo de reflexión y cambio.
Mágicamente, como si alguien musitara cosas a mi oído comencé a pensar…
Este objeto que comúnmente se encuentra, era la señal de un paso que en ese instante encontraba sentido en mí.
Y tomé conciencia de que, así como el sabio árbol deja caer su follaje en otoño y se desprende de su ropa, de su máscara, de su escudo protector frente al “afuera” y decide concentrar su fuerza y energía en él, en su hacia “dentro”, así debía hacer yo… despojarme de las apariencias, del complacer, del “qué dirán”, quitar las corazas puestas y autoimpuestas refugiándome en mi interior, aprendiendo a conocerme a aceptarme y a cambiar.
Caí en cuenta que ese era un período de recogimiento y balance, de aprendizaje profundo que nos prepara para el invierno… y se me vino una imagen: la de una hoguera que cuando hace frío da gusto acercarse, en silencio, escuchando sólo el ruido de los troncos al arder y perdiendo la mirada en las llamas… esa hoguera es la que arde por dentro, es la llamita que debemos cuidar para que no se apague, para que cuando llegue la primavera, poder resurgir con un color verde más intenso, con la certeza de vestirnos, como lo hace entonces el árbol, de completa autenticidad, siendo uno mismo, una vez más, quien decide volver a la vida, renovado…
Y así comencé mi cambio o uno de tantos… agudizando los sentidos para alcanzar los significados ocultos de las cosas simples, esos que esperan ser descubiertos…
Una sonrisa se me dibuja en los labios y vuelvo a recordar: Otoño, tiempo de reflexión y cambio.
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